El diálogo político es orden público, stupid

Lee la columna de Pablo Torche, integrante Comisión de Educación de RD, publicada hoy en El Mostrador

La última encuesta Adimark ha dado una nueva baja de la popularidad del Gobierno y del Presidente, y los discursos justificatorios de la derecha se vuelven a repetir de manera tan increíblemente exacta que realmente llegan a provocar una escalofriante sensación de deja vu: el problema es que los chilenos no nos damos cuenta de lo bien que estamos. Cuando se empiecen a notar los logros del Gobierno la aprobación va subir y, sobre todo, ha habido problemas de comunicación.

El diputado UDI Patricio Melero, los repitió prácticamente uno por uno, sin inmutarse, en una entrevista televisiva. Luego reconoció que no era sociólogo, ni tampoco adivino (ninguna de esas artes ocultas), sino que simplemente un político, así que en verdad no tenía idea de las razones del descontento de la gente. Lo que sí, estaba seguro de que lo estaban haciendo muy bien. Cuando le preguntaron cuáles podrían ser los errores del Gobierno, dijo que tal vez fuera no comunicar de manera efectiva todos sus logros, y enseguida se puso a enumerarlos maquinalmente.

Cuando la periodista lo interrumpió para forzarlo a responder, tuvo una especie de lapsus de emoción, dijo que los programas de gobierno habían beneficiado a “miles de millones” (sic) de chilenos, y que sólo era cosa que nos empezáramos a dar cuenta. Después se puso a hablar de las víctimas del tsunami y de la responsabilidad política de la Concertación.

En realidad, el manejo político del gobierno ha sido tan desastroso que en verdad cuesta creer que todavía uno de cada cuatro chilenos apruebe su gestión. La razón a la base de todos estos errores es a mi juicio un desprecio profundo por la actividad política, y todo lo que tenga que ver con diálogo ciudadano, al punto que hasta el día de hoy, en muchas ocasiones, varios ministros y el mismo Presidente, buscan desacreditar las demandas sociales simplemente calificándolas de “políticas” o “ideológicas”, como si estos términos fueran el mayor de los insultos.

Con una visión tan devaluada de la política, no es de sorprender que la primera reacción del Ejecutivo frente a cualquier demanda o movimiento social, sea la de un rechazo frontal, y su estrategia natural, la de tratar de deslegitimarlo por cualquier medio. Esta actitud ya se prefiguró de manera bastante clara a raíz de las primeras marchas en contra de HidroAysén, y se desarrolló luego, en todo su dramática extensión, en relación con el movimiento estudiantil, donde el Gobierno pasó literalmente meses intentando desvirtuar las demandas de los estudiantes, descalificar a sus líderes y prohibir las marchas, mientras su popularidad caía en picada a razón de cinco puntos por semana.

Una de las razones predominantes para explicar esta reacción verdaderamente suicida del Gobierno, ha sido una obsesión casi limítrofe por el orden público, y una equiparación automática, y completamente artificial, entre cualquier movimiento ciudadano y la perturbación más profunda de la paz social. De esta forma, cualquier iniciativa de diálogo o negociación con los movimiento sociales, es entendida por el Gobierno como una señal de debilidad y una concesión automática al desorden, la violencia y el caos. El Gobierno recae así en el temor e incapacidad atávica de la derecha para lidiar con la efervescencia popular, y se sitúa por sí solo en un callejón sin salida, donde negociación política y orden público son vistos como una ecuación que suma cero: no se pueden tener los dos a la vez.

Uno de los mayores adalides de esta tesis ha sido Roberto Méndez, probablemente el analista comunicacional más escuchado por La Moneda, que ha planteado incluso hace un par de meses, a propósito del conflicto de Aysén, que “La Moneda no quiere ni puede repetir esa situación (la pérdida de apoyo con el conflicto estudiantil), por eso es que la única y correcta opción es mostrar dureza, aunque esto implique riesgos”. Desde la perspectiva de Méndez, francamente rayana en el delirio, la baja popularidad del Gobierno se debe a que éste ha mostrado un manejo débil y oscilante de los conflictos, y ha sido incapaz de aplicar  mano dura para mantener el orden público a toda costa.

Es indudable que buena parte del Gobierno recibe este tipo de análisis con delectación, pues engarzan bien con el viejo cuño autoritario y represivo de la derecha, que pretende acallar cualquier conflicto social simplemente por medio del uso de la fuerza. Este argumento pues les ofrece la excusa ideal para despachar de un plumazo todas las inoportunas inquietudes ciudadanas, usar la anhelada frase “no nos temblará la mano” (que parece tener un potencial casi afrodisíaco en algunos funcionarios de Gobierno) y, supuestamente… subir la aprobación pública. Pero es obvio que esta tesis peregrina se ha demostrado desastrosamente falsa, y, gracias a su obstinada aplicación, la popularidad del Gobierno sigue cayendo hasta niveles francamente preocupantes, aún desde una perspectiva de oposición.

A nadie en el Gobierno se le ha ocurrido pensar que la negociación política con los movimientos ciudadanos no sólo no atenta contra el orden público, sino que puede contribuir precisamente a su resguardo y, de pasada, constituir un mecanismo eficaz para canalizar las demandas sociales y conducir efectivamente hacia una sociedad más integrada y satisfecha. Este tipo de línea de reflexión parece ausente del espacio mental de la derecha, así como la noción de que la “política” consiste precisamente en dialogar y llegar a acuerdos con las distintas fuerzas y grupos de poder, y evitar así que un movimiento social se transforme en conflicto y que un conflicto se transforme en estallido social (como ha estado a punto de ocurrir en varios ocasiones). En vez de eso, prefieren imponer una visión unilateral de lo que es bueno para el país, y consolarse diciendo que es la sociedad chilena la que está equivocada, que no se da cuenta de todos los avances y (como guinda para la torta), que en el fondo estamos satisfechos, aunque no nos demos cuenta ni lo digamos en las encuestas.

Con este desprecio  por la actividad y el diálogo político, la derecha en el Gobierno lo único que ha conseguido es profundizar aún más el conflicto social, precarizar su situación y su acorralamiento y, por cierto, batir en cada encuesta un nuevo récord de baja aprobación. Más grave aún que lo anterior es que con esta actitud sorda y descalificatoria, el Gobierno ha terminado polarizando la sociedad chilena, en tiempos en que la deslegitimación de la clase política en general, y la emergencia de nuevas y complejas demandas sociales, hacen particularmente necesario el establecimiento de renovadas vías de representación e integración social.

Por más que el Gobierno la desprecie y la considere a veces un insulto, la “política” no es una pérdida de tiempo o un pasatiempo de ribetes populistas, en la que incurren algunos oportunistas deseosos de poder. Es un deber de todo Gobierno, que tiene a su cargo abrir vías de diálogo en una sociedad donde necesariamente las personas piensan distinto, promover el logro de acuerdos y consensos relativos, y construir un camino de desarrollo del que todos se sientan parte. Al despreciarla, el gobierno no sólo  hunde irremediablemente su respaldo, sino que, más grave aún, incumple la responsabilidad fundamental para la que fue elegido.

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