El triunfo de Allende: una alegría revolucionaria y democrática

Nuestra memoria es, también, la memoria de una alegría. El recuerdo de un sueño. La vibración de una esperanza, una carcajada desafiante, una sonrisa trémula con ojos emocionados, que fue colectiva pero también muy personal, para cada uno de nosotros y de nuestras familias. Una risa que, para sorpresa de muchos (incluso de nosotros mismos), no lograron arrancarnos del todo.
Por Carlos Zanzi, Miembro activo de Revolución Democrática.
Mucho se está discutiendo acerca del 11 de septiembre. Con toda justicia. Con toda necesidad. La enorme tragedia que se desató ese día, con la muerte de Salvador Allende y de las miles de personas que fueron víctimas del golpe militar, sólo se puede explicar en la medida que entendamos la trascendencia de los acontecimientos políticos que se habían iniciado mucho tiempo atrás.
La brutalidad se desató porque ella era la expresión de la fuerza que la derecha y sus aliados, internos y externos, habían acumulado contra un pueblo que exigía reconocimiento y pedía transformaciones sociales, políticas, económicas y culturales. La derecha no podía desmantelar estos afanes de un pueblo que, por décadas, se había organizado para producir cambios estructurales por medios pacíficos, por mera convicción democrática. Detener a cualquier precio el cumplimiento del programa estuvo en la agenda opositora desde los días del asesinato del Comandante en Jefe Rene Schneider. El desenlace fue calculadamente programado y ejecutado.
La fecha emblemática de este proceso de cambios y de contradicciones es el 4 de septiembre de 1970.
Como lo dijo Allende en su discurso desde los balcones de la FECH “Hemos triunfado para derrotar definitivamente la explotación imperialista, para terminar con los monopolios, para hacer una seria y profunda reforma agraria, para controlar el comercio de importación y exportación, para nacionalizar, en fin, el crédito, pilares todos que harán factible el progreso de Chile, creando el capital social que impulsará nuestro desarrollo. Juntos, con el esfuerzo de ustedes, vamos a realizar los cambios que Chile reclama y necesita”.
Y como refrendó el 5 de noviembre, en el acto de celebración de la toma del poder presidencial: “Como Presidente de la República, puedo afirmar, ante el recuerdo de quienes nos han precedido en la lucha y frente al futuro que nos ha de juzgar, que cada uno de mis actos será un esfuerzo por alcanzar la satisfacción de las aspiraciones populares dentro de nuestras tradiciones. El triunfo popular marcó la madurez de la conciencia de un sector de nuestra ciudadanía. Necesitamos que esa conciencia se desarrolle aún más. Ella debe florecer en miles y miles de chilenos que si bien no estuvieron junto a nosotros son una parte del proceso, están ahora resueltos a incorporarse a la gran tarea de edificar una nueva nación con una nueva moral”.
Allende personificó un esfuerzo y una apuesta única en el mundo. Hacer una revolución democrática. Así lo expreso Allende el 4 de septiembre. “Vamos a hacer un gobierno revolucionario. La revolución no implica destruir, sino construir; no implica arrasar, sino edificar; y el pueblo de Chile está preparado para esa gran tarea en esta hora trascendente de nuestra vida.”
Los casi tres años de gobierno de Allende estuvieron marcados por la contradicción revolucionaria de avanzar en un marco institucional democrático. Las dificultades en su desarrollo aumentaban día a día. Por cada conquista, por cada paso logrado en el cumplimiento del programa, se agudizaba la crisis, la oposición sumaba aliados.
Las sombras fantasmales de la guerra fría recorrían todo el planeta. Chile, en su periferia, demostró estar en el centro del conflicto. La épica popular de los 1000 días sólo se explica si se toma en cuenta el poder y la determinación de los adversarios -luego enemigos-, y la determinación ciudadana de sumar más adherentes al proyecto. Cuando en marzo del 73 la UP logra un importante avance a través de los resultados de las elecciones parlamentarias, queda claro para la derecha que el proyecto político tiene viabilidad; que la única forma de detenerlo es la vía armada.
Es cierto que durante ese período Allende, su gobierno y su coalición, cometieron errores y se enfrentaron a dificultades internas, propias. La división y desencuentros de la izquierda, en sus variantes parlamentarias y extra parlamentaria; la confianza desmedida en la capacidad negociadora de Allende, en el poder de su famosa “muñeca”, por sobre la fortaleza política de su gobierno; el hacer del apoyo popular, del trabajo en y de su base social, una herramienta destinada al fortalecimiento de los partidos, postergando la independencia y autonomía del movimiento social; la ingenuidad respecto del rol constitucionalista de las FF.AA, por la labor destacada en ese sentido de algunos pocos oficiales, que permitió que éstas se convirtiesen en el caballo de Troya de la derecha y del imperialismo.Ninguno de estos elementos puede negarse. Pero tampoco ninguno de ellos, ni la suma de todos, descalifica el tremendo valor específico y simbólico de cambios, de esperanzas y expectativas que tuvo el gobierno de Allende.
Muchos poetas, artistas, analistas han escrito loas sobre el periodo 70 – 73. Nunca estará de más destacar estos significados. Estamos en tiempos de memoria, de recuerdos y de olvidos. La máquina que inventó los caminos de la amnesia, del borrar la memoria, del tergiversarla por lo incómoda que resulta, está y estará presente por décadas.
Si sólo nos detenemos en la tragedia, en el dolor, por más comprensible o necesario que sean el duelo, la rabia, la impotencia de no poder detener la muerte y el horror cuidadosamente planificado y ejecutado, paradojalmente estaremos acreditando el triunfo de la desmemoria.
Desde mi condición de habitante temporal de Tejas Verdes, de actor y testigo de las atrocidades, del dolor y tristeza de los y las compañeros/as desaparecidos, muertos y torturados, quiero destacar ese gran valor optimista, audaz, revolucionario, democrático que vivimos y que empezamos a construir al escuchar al presidente Allende al terminar su palabras una madrugada del 4 de septiembre de 1970: “Les digo que se vayan a sus casas con la alegría sana de la limpia victoria alcanzada. Esta noche, cuando acaricien a sus hijos, cuando busquen el descanso, piensen en el mañana duro que tendremos por delante, cuando tengamos que poner más pasión, más cariño, para hacer cada vez más grande a Chile, y cada vez más justa la vida en nuestra patria”.
Porque nuestra memoria es, también, la memoria de una alegría. El recuerdo de un sueño. La vibración de una esperanza, una carcajada desafiante, una sonrisa trémula con ojos emocionados, que fue colectiva pero también muy personal, para cada uno de nosotros y de nuestras familias. Una risa que, para sorpresa de muchos (incluso de nosotros mismos), no lograron arrancarnos del todo. Una risa cotidiana que persistió, hasta en medio de la muerte. Olvidar esta alegría sería un pobre homenaje para la justa tristeza de miles. Sería un mal servicio a la memoria. Una forma pobre, mezquina, de entender lo que es la memoria. A 43 años, es hora ya de reclamar para la historia el lugar protagónico de nuestra alegría.  

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