Los encapuchados y la sociedad de mercado

Lee la columna de Pablo Torche, integrante Comisión de Educación de RD, publicada hoy en El Mostrador

La semana pasada se llevó a cabo una nueva marcha masiva en contra del lucro en la educación y otra vez un grupo circunscrito, pero aún así numeroso, logró imponer sus términos de violencia y destrucción que terminó acaparando la atención de los medios y afectando el sentido de la manifestación. Aun cuando las demandas del movimiento estudiantil –y en particular el rechazo al lucro ilegal y desvergonzado de algunas universidades–, concitan el apoyo mayoritario de la población, la sociedad censura casi unánimemente estas súbitas erupciones de violencia, que destruyen el espacio público y saquean impunemente locales comerciales, muchos de los cuales ni siquiera pertenecen a grandes cadenas sino que a pequeños comerciantes.
Existen dos líneas de interpretación básicas para explicar este fenómeno, que la prensa y la opinión pública han bautizado cómodamente como los “encapuchados”. La primera, utilizada con más frecuencia por la derecha, con intenciones obviamente descalificatorias, lo atribuye casi exclusivamente a grupos políticamente organizados, guiados por un ideario violentista que considera la lucha en la calle como un medio válido para obtener reivindicaciones sociales y políticas.
La segunda interpretación, privilegiada principalmente por los sectores de centro-izquierda, lo vincula más bien a las condiciones macrosociales de injusticia social reinante del país y, más específicamente, al imperio de lo que se ha dado en llamar –un poco vagamente a mi juicio– “sistema neoliberal.” Así, tal como lo han señalado numerosos dirigentes estudiantiles, políticos y analistas, la verdadera causa de la violencia en las calles sería la violenta desigualdad subyacente de la sociedad chilena.

No cabe duda que estas dos líneas interpretativas son en algún punto efectivas y, de alguna forma, complementarias. Si no existiera la enorme desigualdad social en nuestro país, es obvio que ésta, o cualquier otra manifestación de descontento, sería mucho más débil, quizás incluso inexistente. Es por cierto la desigualdad, la marginalidad dura e infranqueable, la falta de oportunidades que segrega y excluye, la causa estructural, el problema de fondo que hay que abordar. También es cierto, por otra parte, que al menos una parte de los encapuchados está animada por un ideario político más o menos articulado, que considera que la lucha violenta es un paso necesario en ciertos procesos de cambio histórico, según han expresado los mismos involucrados en diversas entrevistas.

Reconociendo estas dos motivaciones, mi propósito en esta columna es proponer una tercera, a mi juicio más importante, que hasta ahora ha permanecido completamente invisibilizada, precisamente porque resulta incómoda, tanto para el discurso de la derecha como de la izquierda. En mi opinión, más que un rechazo frontal al capitalismo, o al así llamado sistema neoliberal, el fenómeno de los encapuchados constituye más bien un nuevo producto, viciado y violento, de este mismo sistema. No se trata por tanto de una fuerza de oposición o cambio social, sino por el contrario, un efecto, quizás un desecho, del mismo modelo que se desea cambiar.

Esta es, al menos, la impresión que emerge al ver las imágenes de televisión que muestran a hordas de jóvenes irrumpiendo ávidamente en locales de cadenas de retail o de comida rápida, o incluso negocios particulares y cafés, abalanzándose sobre las cajas registradoras y vitrinas y acaparando vorazmente para sí lo que encuentren a su paso: dinero, celulares, ropa o comida chatarra. Es evidente que no hay en este tipo de acciones una lucha antisistémica, sino justo lo contrario, una expresión más de la enfermiza dinámica del mercantilismo que domina Chile: el deseo voraz, insaciable, de usufructuar a como dé lugar de los beneficios materiales, no importa a cambio de qué, ni por qué medios. En otras palabras, la misma pulsión que, según se denuncia –con razón a mi juicio– dominaría el ánimo de los empresarios de la educación: simplemente ganar más dinero, transando “paquetes de alumnos” sin ninguna preocupación por sus educación de éstos, sólo por obtener mayores réditos para sí mismos.

Desde esta perspectiva, el fenómeno y la figura de los encapuchados, vinculado tradicionalmente a reivindicaciones políticas en períodos de opresión, puede estar mutando así, al menos en parte, en la figura mucho menos justificable de un joven capturado por el mercado, que encarna en sí mismo las principales lacras que se denuncian para éste: el deseo de acaparamiento, la codicia, y la voluntad de pasar por sobre los demás y recurrir a cualquier medio para conseguirlo.

Desde este punto de vista, una parte de los así llamados “encapuchados” se emparentaría mas bien con los “wachiturros”, deseosos de adquirir ropa cara y de marca (principalmente Lacoste) para validarse socialmente, o de los delincuentes que deciden ir a “tapizarse” (comprarse ropa de marca) después de un robo. Por cierto que no hay rechazo al capitalismo en ninguno de estos gestos, sino por el contrario, un producto más, viciado y decadente, de la corriente mercantilizadora que domina sin contrapesos nuestra sociedad

Me parece que en el fenómeno de los encapuchados se entrelazan estas tres vertientes explicativas. Pero es la tercera la que sin duda resulta más incómoda para la derecha y para la izquierda; para la derecha, porque añade una crítica más al ya insostenible modelo de mercado a ultranza que ha intentado imponerse en el país; para la izquierda, porque parece desactivar una expresión que podía ser de lucha contra el sistema económico, transformándola en el mucho menos decoroso signo de una de sus producciones mas viciadas.

Es también la motivación que resulta más peligrosa, de la que más urge hacerse cargo. De ser cierta, la violencia de los encapuchados ya no sería un acto de oposición al modelo económico, sino una expresión más de los problemas que éste genera, no un intento de remedio, sino un síntoma de la enfermedad. La figura del encapuchado tratando de saquear lo que sea que encuentre a su paso, incluyendo precisamente artículos de marca, constituiría un triunfo más de un sistema económico que ha logrado mercantilizar todas las esferas de la vida social, incluyendo las manifestaciones públicas.

Para enfrenar esta situación, y avanzar en la transformación de una sociedad de mercado que se ha impuesto sin contrapesos en Chile, resulta fundamental construir un nuevo discurso político. Uno que no intente apropiarse de las manifestaciones y símbolos de cambio para intentar revalidar discursos ideológicos desactualizados, como si la historia fuera un mero balancín, que va y viene, sino que se atreva a construir un diagnóstico certero, a partir del cual se pueda construir una vía real de salida a las problemáticas actuales de Chile.

Publicado en El Mostrador

Foto: terra.cl

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