Reflexiones sobre la nueva comisión de cultura en el Senado

El pasado 16 de abril se comunicó formalmente la presentación de un proyecto de gran relevancia para la estructura del funcionamiento parlamentario. Como una moción realizada por los senadores De Urresti, Lagos Weber y Navarro, se anunció la iniciativa de crear una comisión permanente especializada en aspectos de cultura al interior de la Cámara Alta. Propuesta que viene a transformar el actual espacio que dichas discusiones poseen, en la actualidad, al interior de la Comisión de Educación. La noticia no sólo es llamativa por sus implicancias formales, sino que resulta especialmente relevante a la luz de una contingencia política y legislativa que deviene en los últimos años.
Históricamente, los asuntos vinculados a cultura y patrimonio han tenido poca relevancia en la agenda legislativa, ya sea en la presentación de nuevos proyectos, como en su dilatada tramitación. En la actualidad, buena parte de sus específicos debates son abordados por una Comisión de Cultura situada en la Cámara de Diputados, la cual dedica su diaria agenda a cumplir con la tramitación de proyectos no muy significativos. Sancionar festividades, erigir monumentos en regiones y dar trámite a iniciativas sobre asuntos locales, son la tónica habitual de este especial espacio parlamentario.
A dicha habitualidad se le presenta la proximidad de una de las discusiones legislativas más simbólicas del último período, relacionada a la continuación del debate sobre la creación del Ministerio de las Culturas, las Artes y el Patrimonio. Un proyecto de ley complejo, ya ingresado por la administración anterior, y que añadirá una anhelada indicación sustitutiva antes del 21 de mayo del presente año. Con ello, la actual ministra Claudia Barattini (quien opera con rango de Ministra, pero que no posee un Ministerio a su dirección) se juega la rendición de resultados del Plan de Participación del año 2014 y, especialmente, la extensa consulta indígena en la cual fue sancionado este borrador.
Sin perjuicio de lo anterior, no debemos desmerecer el importante hito que implica la regulación orgánica de una llamada “nueva institucionalidad” para cultura y patrimonio, junto con lo cual ya se ha advertido la urgencia por nuevas leyes sustantivas. Hablamos, sin más, del impresentable anacronismo de la legislación sobre patrimonio y archivo, junto con la inexistente regulación específica sobre fomentos a varios sectores artísticos por separado. En dicho sentido, el futuro próximo anuncia una agitada actividad parlamentaria, la cual tendrá que rendir cuenta por un retraso del cual ya se prefiere callar: desastres naturales que destrozan todo tipo de patrimonio, precarización laboral de los trabajadores de la cultura e instrumentos de fomento totalmente colapsados, son parte de las deudas apiladas de una carencia de políticas públicas realmente prácticas.
Esta preocupación por cristalizar en leyes lo que hasta ahora se ha desarrollado en programas con crecimiento inorgánico, desliza la paulatina importancia política que los asuntos de cultura y patrimonio han articulado. El peso político de estos aspectos como frentes de disputa y acción ideológica suelen ser, en la mayoría de los casos, reducidos a meras promesas de campaña para ofrecer espectáculos ociosos y eventos de consumo, pero han evidenciado su agotamiento recalcitrante.
El desarrollo del segmento cultural implica no sólo una mayor oferta para un “consumo”, sino también la anhelada esperanza de generar industria y profesionalizar un sector que, pese a ello, se amplía casi sin normas que lo sostengan. En dicho sentido, la urgente construcción de un tejido político realiza un anclaje necesario a la modificación del aparataje normativo, tan indispensable en nuestro país legalista, con lo cual poder edificar un mayor y mejor bienestar social. Es esta, sin más, una contingencia de la cual una sola Comisión de Cultura no puede hacerse responsable.
El surgimiento de una segunda Comisión de Cultura aparece como un hito que no anticipa una realidad emergente, sino que salda las deudas pendientes. La creación de este espacio de discusión dota al debate legislativo de una nueva revisión mucho más específica, garantizando –al menos en la estructura– que la nueva institucionalidad tendrá mayores controles previos. Junto a ello, debemos hacernos cargo del sitio que ocupan estas comisiones, siendo parte de un Parlamento notoriamente desacreditado, pero que aún debe responder a la participación ciudadana democrática sobre todos sus asuntos.
En este último sentido, es igualmente importante entender que esta nueva Comisión de Cultura debe ser constantemente interpelada por la ciudadanía, conformándose como un segundo espacio de incidencia para acoger la continuación de los debates que le son propios y la recepción de audiencias críticas al respecto. La génesis de esta comisión aporta, eventualmente, a la reconciliación entre política y cultura, ofreciendo una segunda oportunidad para entablar diálogos concretos que  fortalezcan nuestra propia forma de mediación.
Es de esperarse, no obstante, que el surgimiento de este nuevo sitio en el Senado no signifique, de ninguna manera, un menor trabajo por parte de la Cámara Baja. Sin más, la propuesta apunta a una instancia de mejor revisión y fiscalización del contenido que ésta sanciona, bajo lo cual observamos una lógica positiva para dotar, como hemos mencionado, de mayor relevancia política a la praxis cultural. En este sentido, el Parlamento sigue constituyéndose como un lugar de disputa que, con esta especial propuesta, puede avanzar hacia un diálogo constructivo con la sociedad.
Francisco Villarroel es miembro de la Comisión de Cultura de Revolución Democrática.
Publicada el 22 de abril en El Mostrador

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