Violencia de género: un punto ciego de la justicia en Chile

Se estima que alrededor de 66 mil mujeres mueren anualmente en el mundo a raíz de femicidios, es decir, mujeres que son asesinadas por razones de género. La violencia contra las mujeres tiene un carácter histórico, universal y sistemático, pero, aun siendo considerada por organismos internacionales como pandemia, es todavía una de las más invisibilizadas.
Latinoamérica es la región que registra más muertes, seguida de África. Chile no es la excepción: durante este año ya se registran 15 femicidios.
Siendo éste un problema que no da muestras de poder ser erradicado, el Estado ha debido  tomar ciertas medidas. En el año 2010 se promulgó la ley de femicidio, categoría que reconoce el asesinato de una mujer como resultado extremo de la violencia de género, ya sea en el espacio público como en el privado. Sin embargo, esta ley ha tenido una peculiar aplicación que refleja concretamente los problemas estructurales en cuanto al acceso de las mujeres a la justicia chilena.
Podemos referirnos particularmente al caso de Karina Sepúlveda, víctima de graves abusos durante 17 años por parte de su marido, a quien dio muerte, siendo por lo tanto recluida durante un año por el Estado. A raíz de la ley ya existente, Karina fue absuelta en marzo por encontrarse en “estado de necesidad exculpante”; sin embargo, el fallo fue anulado y, por tanto, debió enfrentar nuevamente un juicio durante las últimas semanas.
Este hecho revela varios aspectos simbólicos sobre cómo actúa un sistema que atropella sistemáticamente los derechos de las mujeres. Lo paradójico es que se ha creado una ley para acoger a aquellas mujeres víctimas de violencia, pero debido a la falta de una visión integral de la justicia, quienes operan en el sistema pueden desestimar un fallo, negando, por ejemplo, la violencia extrema que sufrió Karina durante 17 años. ¿No es esto también una nueva forma de violencia?
Este caso finalmente corrobora la necesidad de contar con operadores de la justicia competentes en materia de los derechos humanos de las mujeres. Una estructura social que avala y permite constantemente tanta violencia en distintos niveles, ya sea políticos, sociales, económicos y culturales, entre otros, sólo puede producir un sistema de justicia  que refleje tales síntomas; uno nutrido por una ideología conservadora y machista que deja a las mujeres en una categoría menor. El mensaje es paradójico: el discurso señala que la violencia ya no es tolerable (“violencia cero” escuchamos en algún momento); pero los hechos, en casos como el de Karina, dan cuenta de vacíos y de la ausencia de políticas de Estado eficaces.
Uno de los grandes errores que ha cometido el Estado chileno radica en cómo ha abordado la violencia contra las mujeres. Mientras se centre únicamente en la violencia intrafamiliar, el problema no se acabará. Su diagnóstico, al adoptar este eje, oscurece factores centrales del fenómeno, ya que considera la violencia como un fenómeno de la esfera privada; espacio que, por definición, es más difícil de intervenir.
Por esto, las políticas públicas necesitan un vuelco paradigmático y urgente; es necesario mirar desde otra óptica, para redescubrir que la violencia contra las mujeres es un sistema circular que se inmiscuye hábilmente tanto en el ámbito público como en el privado. Mientras esto no ocurra, una política centrada en la denuncia y una dudosa sanción no será para nada eficiente, ni menos llevará a terminar con esta situación.
Lo que necesitamos es que, de una vez por todas,el Estado de Chile reconozca la violencia generalizada que viven las mujeres y elabore una ley de violencia de género, abarcando entonces toda expresión de ésta, para, desde este marco, y partiendo de un diagnóstico más acertado, construir políticas que consigan los impactos esperados.
Para lo anterior es imprescindible revisar la experiencia comparada en América Latina, ver cómo han avanzado otros países en relación a la violencia y qué tipos de políticas y normativas son las que han dado mejores resultados. También hay que tener presentes los instrumentos internacionales, como la Convención Interamericana para Prevenir, Sancionar y Erradicar la violencia contra la mujer (“Convención Belem  do Pará”), ratificada por el Estado de Chile, y que establece que la violencia contra la mujer constituye una violación de los derechos humanos y las libertades fundamentales, y limita total o parcialmente a la mujer el reconocimiento, goce y ejercicio de tales derechos y libertades.
Cuando vemos el caso de Karina Sepúlveda, debemos preguntarnos ¿qué estamos perpetuando? ¿Por qué la justicia está, a fin de cuentas omitiendo los serios daños que vivió y las secuelas que ello implica?  Lo que mantenemos es la negativa por parte de una estructura social a darle reconocimiento a un relato. La violencia, y el dolor que ésta provoca, deben seguir albergándose en el terreno de lo indecible.
Escuchamos regularmente es que las mujeres piensan que no se consigue mucho al denunciar, porque las medidas posteriores no son eficaces. Además, llegar al acto de “denunciar” le toma a una mujer en promedio siete años. Es decir, la estrategia para eliminar la violencia termina, al fin, siendo incapaz de modificar una práctica histórica que invisibiliza a las mujeres: la práctica del silencio.
Frente de Género, Revolución Democrática.

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