Con Atria en la mochila

 Los invitamos a leer el prólogo que escribe Giorgio Jackson en “La Mala Educación: ideas que inspiran al movimiento estudiantil en Chile” de Fernando Atria.

Escribir la presentación de esta colección de columnas del abogado Fernando Atria es para mí un honor, pues durante este importante e intenso año 2011, en que nuestro sistema educativo fue objeto de un debate muy a fondo, su serie de artículos titulada “10 lugares comunes falsos sobre la educación chilena” me acompañó en muchos momentos importantes. Me acompañó literalmente, pues yo andaba con sus columnas impresas en la mochila, corcheteadas y subrayadas.

Me acuerdo que me llamó la atención especialmente el primer texto de la serie, “La angustia del privilegiado”, porque sintetizaba una de las ideas que en la CONFECH queríamos transmitir: que nuestro sistema educacional era altamente injusto y que nosotros —los más “favorecidos”— no seríamos merecedores de nuestros privilegios: es decir, no estábamos en buenas universidades o carreras solo gracias a nuestras capacidades o “méritos”, sino que gracias a un sistema que hacía falsa la reiterada promesa de meritocracia. “Esfuérzate y lo lograrás” o “el que quiere, puede”, son algunos de los populares dichos que ignoran la importancia del entorno social asociado al aprendizaje y que, finalmente, se traducen en mayor sensación de fracaso, frustración y una posterior resignación en quienes no logran acceder al mundo de las oportunidades.

En mi caso, egresado de un colegio particular, sentía esa angustia del privilegiado; y a cada universidad a la que asistí, para explicar el sentido del movimiento, desde la Universidad de Los Andes o Adolfo Ibáñez hasta los más diversos colegios particulares, siempre me interesó plantear ese tema con fuerza. Creo que una de las funciones que tuvimos los universitarios este año —en particular los de las mejores universidades de Chile— fue el buscar que los estudiantes privilegiados tomaran conciencia de su situación, y les generara angustia, culpa y rabia. No es fácil para nadie aceptar que los privilegios de los que goza son a costa de la discriminación de otros. Y fue un signo alentador darme cuenta de que éramos cada vez más —de verdad muchos— quienes queríamos desprendernos de dichos privilegios, o al menos ponerlos en juego para vivir en un país más justo. Esto se manifestó en los cientos de miles que se sumaron a la causa estudiantil por una educación sin fines de lucro, gratuita y de calidad, que no sería a beneficio propio sino de las futuras generaciones.

Las magistrales columnas de Fernando Atria formaron parte de un esfuerzo hecho por una gran cantidad de actores sociales, académicos y estudiantes por desentrañar la manera en que funciona la educación chilena y por explicar sus mecanismos con claridad, para que se entendiera que las críticas que hacíamos no era voluntarismo, ni orden de partido, ni infantilismo, ni ninguno de los adjetivos con los que trataron de descalificarnos. Sus columnas nos ayudaron a comprender que los problemas complejos a veces pueden encontrar una respuesta sencilla. No fue un aporte menor. Probablemente la capacidad que tuvimos de explicar con claridad nuestras demandas fue una de las grandes diferencias con el movimiento de los “pingüinos” de 2006. En el reclamo de los secundarios era muy fuerte la sensación de injusticia, pero quizás fue menos asertivo a la hora de hacer comprensible a los chilenos la forma cómo se conectaban los distintos mecanismos que producían dicha injusticia. El suyo fue un reclamo moral que remeció al país porque daba cuenta de algo real. Lamentablemente no tuvo el “peso académico” para transformar su protesta en argumento de debate en una sociedad conservadora que se escuda en la tecnocracia para no producir cambios.

Estoy seguro, incluso, de que la mecánica exacta de cómo funcionaba el proceso educativo era un misterio para una gran parte de los estudiantes. Porque la educación, como cada tema importante donde confluyen intereses enormes, tiene como primera arma defensiva el mostrarse incomprensible a las personas, de modo que estas no puedan reclamar.

Pero el esfuerzo de los secundarios de 2006 no fue en vano. En este 2011 muchos de los que participaron en ese movimiento y en el de 2008 entraron a la educación superior. Tenían la invaluable experiencia de la derrota, pues tras decenas de comisiones y mesas de trabajo, su esfuerzo culminó sin las reformas buscadas (el fin al lucro en la educación era una de ellas). La recordada fotografía que se sacó la presidenta Bachelet con los dirigentes de la derecha y de la Concertación, todos con las manos entrelazadas y en alto, fue el triste final para un movimiento que terminó doblegado, mientras la clase política hacía creer que la educación había dado un gran salto (por esos las manos entrelazadas) cuando no se habían movido las estructuras. Esa experiencia, sin embargo, hizo que esta generación entendiera mejor dónde estaban las trampas del sistema político y alimentara la desconfianza necesaria para no caer en ellas nuevamente.

En nuestro caso, comenzamos hace varios años a estudiar el modelo a fondo, sus cruces, sus rincones ocultos. La verdad es que el sistema educativo chileno es enmarañado como un plato de tallarines. Leímos los informes de la OCDE, de diversos think tanks, empezamos a ir a cientos de foros y armamos asambleas. Lentamente se fue formando un capital cultural con la gente que nos rodeaba, que nos iban retroalimentando, ayudando a entender. Luego, en la CONFECH, nos enfrentamos al problema de cómo expresar esas ideas con claridad, para generar empatía en la ciudadanía. Desde la FEUC, miramos con atención la experiencia de Punta de Choros, donde los organizadores de la campaña ChaoPescao.cl lograron impedir que en ese santuario se instalara la termoeléctrica Barracones. Nos asesoramos comunicacionalmente y entendimos que había que concentrarse solo en dos o tres temas fáciles de transmitir, y hablarle a la mayor cantidad de público posible.

La dificultad inicial radicaba en que tanto los gobiernos anteriores como el actual exhibían orgullosos las cifras de cobertura: casi un millón de estudiantes continuaban estudios superiores. El dato más potente era el que mostraba que de cada 10 estudiantes, 7 son hijos de padres que solo terminaron el colegio, es decir, son los primeros en llegar tan alto académicamente en sus familias. No parecía posible mostrar que detrás de esos logros se incubaba un fracaso y que estábamos frente a una crisis del sistema.

Pero tras esos grandilocuentes números había una realidad oculta; los temas que elegimos para comunicar esas injusticias fueron inicialmente tres:

El primero hacía referencia a la desigualdad en el acceso. Las dificultades para que los sectores más vulnerables lleguen a la educación superior eran evidentes, no solo porque la PSU es un tipo de prueba que agudiza las desigualdades de base, sino por el costo que significaba financiar los estudios. Era un tema fácil de explicar y estaban los gráficos para mostrar que solo 2 de cada 10 jóvenes del decil más pobre acceden a la educación superior, contra 9 de cada 10 del decil más rico.

Pero no solo se trataba del acceso sino también de la alta deserción que hacía aun más grande la brecha entre los titulados “ricos” y los titulados “pobres”. El segundo eje hablaba del financiamiento. Todos los estudios dicen que Chile tiene uno de los sistemas de enseñanza superior más privatizada del mundo. Además es uno de los más caros —si no el más caro—, financiado en un 80% por las familias y menos del 20% por el Estado. La promesa de dar acceso a los más vulnerables que hicieron los gobiernos de la Concertación venía con la letra chica del crédito con aval del Estado, que hoy tiene a miles y miles de familias angustiadas y atrapadas en la deuda.

Finalmente, como tercer eje de nuestro diagnóstico estaba la estafa: el cuestionamiento acerca de la existencia de instituciones y empresas que, con todo descaro, violan la ley que establece que no deberían lucrar, abren carreras que no tienen mercado laboral y otras que funcionan sin mínimos de calidad o transparencia. En el fondo, la promesa de crecimiento y expansión de la matrícula en educación superior vino sin un marco de regulación necesario para que no se produjera esta enorme diferencia entre las expectativas generadas a los estudiantes y sus familias a través de multimillonaria propaganda con una realidad mucho menos prometedora.

Y eso fue. En un comienzo decidimos no hablar más que eso, aunque la educación es un tema mucho más complejo. En cada declaración no podían estar ausentes esos tres aspectos. Solo se agregó la democratización de las universidades, que es un reclamo histórico de la CONFECH y que hace mucho sentido con la construcción de ciudadanía y la responsabilidad cívica.

Al principio estos temas parecían tocar solo los intereses de los estudiantes y de sus familias, y nuestra tarea fue llegar a cada persona afectada, hablándole de su particular problema. Buscamos convocar a quienes no pudieron acceder a la educación superior, a los que habían llegado pero estaban endeudados, a lo que tenían a un hijo estudiando una carrera sin futuro o en una universidad evidentemente mala. Pero poco a poco lo que parecía gremial fue decantando y mostrando lo mucho que tenía de nacional: porque el sueño de una educación de calidad sin distinción de clases no es el sueño de un grupo, sino el sueño de un país mejor.

Creo que nuestro movimiento tuvo ese gran mérito: despertó una sensación que no recorría nuestro país hacía décadas. Era la sensación de comunidad, de que aún tenemos sueños colectivos que nos unen y por los que vale la pena hacer sacrificios. Durante un largo período de 2011 más del 80% de los chilenos nos creyó y nos envió un mensaje: “Aunque implique costos, vayan a buscar lo que piden porque nos beneficia a todos, porque es posible, pero sobre todo porque es justo”.

Me gustaría hacer énfasis en algo relevante a la hora del impacto que se tuvo: nosotros no inventamos nada nuevo, solo comunicamos una verdad incómoda y la gente hizo suyos estos problemas. Creo que el acierto que tuvimos como estudiantes, apoyados fuertemente por la sociedad civil, fue que teníamos un alfiler en la mano en el momento en que la burbuja educativa chilena se había hinchado al máximo.

Los movimientos son un tipo de animal político muy particular. Tienen una vida corta y luminosa. No están destinados a perdurar pues consumen mucha energía ciudadana y giran en torno a un tema. Salvo excepciones, vencen o son vencidos con rapidez porque la gente que los alimenta necesita continuar con sus vidas. Si el movimiento universitario prolongó su existencia durante casi un año, fue en una parte importante porque se benefició de una serie de circunstancias inusuales. Una muy importante es que en Chile gobernara la derecha. Estoy seguro de que la eficacia del movimiento habría sido distinta si hubiera debido enfrentarse a un Gobierno de la Concertación. Ese conglomerado, pese a sus errores, podía hablar en el mismo lenguaje que los estudiantes. Podía decir que en los 90 recibió el país con 40% de pobreza y Chile tenía otras prioridades.Y podía blindar sus concesiones a los bancos y a los intereses económicos de las universidades apelando al argumento moral que ellos trabajaron para terminar con la dictadura. ¿Existió un bloqueo y veto de la derecha a proyectos más “atrevidos” de la Concertación en esos 20 años? Claro que sí. Pero también es cierto que la Concertación nunca tuvo una sola voz respecto de la educación pública y de calidad; y que muchos de sus dirigentes convivían de lo más bien con el lucro en colegios y universidades.

En 2011, en cambio, la Alianza por Chile no tuvo dónde escudarse, ni a quién culpar a la hora de no cumplir con las demandas sociales. Ellos eran los principales detractores de la educación pública y los principales sostenedores del lucro en la educación. No pudieron, por eso, elaborar un argumento para disminuir la fuerza creciente del movimiento. Tras la primera y masiva marcha nos dijeron: “Los que reclaman son los privilegiados”. Respondimos que, considerando los niveles de endeudamiento, deserción y falta de inserción laboral, se nos considera privilegiados; no teníamos miedo en declarar que lo somos y que no queremos seguir siéndolo. Lo que pedimos no es para nosotros, sino para las generaciones que vienen.

Debieron aceptar entonces que nuestras aspiraciones eran “legítimas”, pero argumentaron que no habían suficientes recursos para materializarlas. Cuando planteamos una reforma tributaria o discutimos la soberanía de los recursos naturales, como el cobre, nos acusaron de ser “sobreideologizados”. A eso contestamos: “Claro que es ideológico lo que planteamos, pero el Gobierno es más ideológico que nosotros porque cree en la educación como un bien de consumo y defiende el lucro que no ha demostrado ningún beneficio en educación, salvo a los dueños de las universidades, los sostenedores y a los bancos”.

Mientras la estrategia del Gobierno era intentar imponer eslóganes y lugares comunes, la nuestra era intentar desarmarlos, mostrar la mentira que había en esas afirmaciones que parecían tan verdaderas. Es por eso que siento que hay una gran coincidencia entre los planteamientos de la CONFECH y las columnas de Atria que comenzaron a aparecer en esos momentos. Sus acertadas reflexiones alimentaron este debate, que terminaron por callar los últimos argumentos de los sectores más conservadores. Sus columnas sobre el lucro, financiamiento compartido y gratuidad en la educación fueron claves para despejar dudas sobre la legitimidad de nuestras demandas. Es más, camino al Congreso a debatir el proyecto del lucro en la educación, junto a Camila Vallejo y Francisco Figueroa, repasamos varias veces los argumentos de sus textos.

En todo ese período el Gobierno tuvo un único gran éxito y hay que reconocérselo. Como el debate educacional lo había perdido por completo, su estrategia para bajar el apoyo popular a nuestras demandas fue criminalizarnos; prohibir y reprimir las movilizaciones de modo que se fuera produciendo frustración, impotencia y desorden. Al principio esa estrategia no funcionó y las escenas de jóvenes controlando a los pocos encapuchados que aparecían eran un nuevo mentís para el Gobierno. Pero la autoridad, que debía garantizar el orden y la convivencia democrática, insistió en manchar al movimiento.

Y terminó ganando: a través de la nula respuesta a las demandas, la negación de permisos de Intendencia y de la represión policial, transformó marchas que eran carnavales en manifestaciones que comenzaban y terminaban en violencia.

El Gobierno apostó en muchos momentos a tergiversar nuestras demandas, llevarlas al absurdo o recurrir a cualquier mecanismo para bajar la adhesión social al movimiento. ¿Por qué hacía eso? Hay que recordarlo para el futuro, hay que tenerlo presente en las luchas que vienen: en 2011 la derecha usó sus dientes y sus uñas para defender posturas ideológicas que no sirven a nadie más que a los intereses económicos que rigen la educación. Posturas implantadas a la fuerza durante la dictadura militar.

No pretendo narrar aquí todos los derroteros del gran movimiento universitario del que fuimos parte. Alguna vez quizás valga la pena hacerlo. Me interesa dejar claro, eso sí, que aunque no conseguimos las grandes metas que nos propusimos, tuvimos el gran triunfo de revivir el debate público. De revitalizar nuestra democracia y contribuir con la sana politización de la ciudadanía. De un momento a otro, argumentos relacionados a la injusticia social, los niveles de endeudamiento y la estafa, empezaron a repetirse en las conversaciones de sobremesa, en los espacios públicos, medios de comunicación, redes sociales, etc. Decía que los movimientos tienen corta vida, pero si hay un aspecto por el cual le veo proyección a este es porque logró despertar la política. Porque puso en evidencia la dificultad estructural de nuestra institucionalidad para poder hacer los cambios que las mayorías quieren. En ese sentido creo que este movimiento llegó para quedarse.

Es muy difícil que el tema educativo vuelva a provocar una movilización tan extensa e intensa como la que hubo en 2011. Eso hace que la estrategia deba cambiar: hay que pensar en el mediano y largo plazo. Una tarea, me parece, es lograr detectar las trampas que existen en nuestro sistema político y que impiden que las mayorías se expresen. Si se logra hacer eso, la posible sensación de fracaso y frustración por no haber conseguido las reformas en educación que se esperaban, se convierte en energía y en movimiento, esta vez para generar las transformaciones democráticas que necesitamos.

Hay que ir hacia las reformas constitucionales. El hecho de que tengamos una demanda que apoya tanta gente —un 80% en algún momento— y que el Gobierno haya podido hacer caso omiso de esta, demuestra que hay una contradicción profunda en nuestra democracia. El hecho que un Parlamento no pueda hacer mucho contra un presupuesto mezquino también muestra las limitaciones de un régimen tan presidencialista como el nuestro. Todo eso se suma a la ya conocida “política de los consensos” entre los dos bloques hegemónicos que mantienen sus niveles de poder gracias al sistema binominal. Los dirigentes de la CONFECH tratamos de instalar esa contradicción en el debate público y siento que a la gente le quedó dando vuelta el tema; creo que ahí está el germen para que la ciudadanía se active, y para que la siguiente tarea deba ser explicar muy claramente los lugares comunes con los que se defiende un sistema que no es del todo democrático.

Aquí es donde nuevamente aparece el aporte insustituible de Fernando Atria. Su lucidez para explicar, de manera clara y sencilla, las trabas y los cambios necesarios en nuestra Constitución, lo transforman nuevamente en un actor fundamental para llevar al sentido común los complejos problemas de nuestra institucionalidad.

Es un tema que parece lejano, árido, tal cual como se veía el sistema educacional en sus comienzos. Pero es el momento de empezar a convencernos que la transición a la democracia se terminó y que debemos dar paso a una democracia moderna y profunda, que le entregue más poder a la ciudadanía y permita que todas las visiones puedan ser representadas. Va a demandar mucho esfuerzo intelectual, comunicacional, político y social para aclarar esas trampas que hoy impiden que haya una democracia real.

El adelanto que nos presenta Fernando en la primera columna de este libro es parte de ese trabajo, donde, como es su estilo, trata de desmenuzar e iluminar esa maraña llamada Constitución, que es la primera línea de defensa que hoy tiene el poder establecido.

Creo que los años que vienen serán sumamente interesantes. Espero que emerja de ellos un Chile por fin más justo y más libre.

Publicado en CIPER

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